Por mucho que analicemos las características físicas que posee el lugar temido, no lograremos entender la causa concreta que genera el miedo. Si preguntamos a alguien que padece agorafobia por qué tiene miedo a ese lugar y no a otro, acabará respondiendo: «No sé por qué tengo miedo… ¡lo único que sé es que lo tengo!». La explicación de este misterio es la siguiente…:
el miedo no se debe a las características físicas de un lugar determinado, puesto que en la agorafobia, como ocurre en todos los tipos de fobia, no se sufre debido a un peligro real, sino que la causa del miedo es un peligro imaginado.
A Esmeralda, de 25 años, le producen pánico las cucarachas. Hace unos meses vio que salía una de debajo de un armario de la cocina de su casa. Se asustó y pensó en huir corriendo, pero fue capaz de coger un insecticida y rociarla. No obstante, de repente aparecieron muchas más. «Eran grandes, de color teja, voladoras», especifica. Aquel día, Esmeralda sufrió un ataque de pánico. Salió al rellano de la escalera y esperó a que llegara su pareja. «Sentía vergüenza de mí misma pero no podía hacer nada para remediarlo.» Cuando él llegó, se dirigió a la cocina y de un golpe de escoba se deshizo de las cucarachas. Eran solo cuatro pero Esmeralda había creído ver más de diez. «Cuando veo una cucaracha creo que es más grande de lo que en realidad es. Mi sistema nervioso salta y mi cabeza solo piensa en huir. Sé que es un insecto inofensivo, pero para mí, ver una cucaracha es ver al demonio.»
Toda «fobia», y la agorafobia entre ellas, es un miedo irracional a algo que en sí mismo no es peligroso. Esmeralda es incapaz de controlar el miedo cuando ve una cucaracha, aun sabiendo que se trata de un insecto inofensivo. Una fobia, por consiguiente, surge cuando el miedo se impone a la capacidad de razonar. Por tanto, podemos afirmar que…
en la fobia, aunque el miedo (que produce un determinado ser, objeto o situación)
es real, el peligro o amenaza que representa, es imaginado.
El miedo es tan real como el que se experimentaría al advertir que un árbol se nos va a caer encima. La amenaza también existe, pero solo existe en la imaginación.1 Esta es la característica que diferencia el «miedo» de la «fobia»…:
en el miedo, la amenaza pertenece al mundo de la realidad objetiva; en la fobia, en cambio, la amenaza pertenece al reino subjetivo que recrea la imaginación.
Por lo general, solemos infravalorar el alcance y las repercusiones del hecho de imaginar, pero hay muchas situaciones de la vida cotidiana que demuestran que, a veces, la razón permanece sometida al control de la imaginación. Un conocido chiste lo pone en evidencia: el señor A. conduce por una carretera desértica y de repente advierte que se le ha pinchado una rueda. Se dispone a cambiarla, pero comprueba que el gato hidráulico que necesita para elevar el coche está estropeado. Ve que a lo lejos hay una granja y se dirige allí para pedirle al granjero que le preste uno. Mientras se aproxima, piensa en el dinero que le ofrecerá a cambio: «Veinte euros es una buena suma».Tras unos instantes, considera que es excesivo y decide reducir su generosidad a la mitad: «Es cierto que para mí supone un gran favor, pero para él no representa ningún esfuerzo dejarme la herramienta». Cuando ya está cerca de la granja vuelve a calcular el importe de su gratitud: «Cinco euros es más que suficiente puesto que tampoco se trata de que me tomen el pelo». Por fin llega a la puerta y llama al timbre. El granjero abre y le pregunta en un tono amable: «¿Qué desea?». El señor A. le responde groseramente: «¡Váyanse a paseo usted y su gato!».
El señor A. demuestra ser una persona que le cuesta desprenderse de su dinero aunque sea justificadamente. No esperó a hablar con el granjero, quien tal vez no le hubiera pedido nada por dejarle la herramienta. La imaginación le jugó una mala pasada al señor A. También podemos encontrar muchas otras situaciones de la vida cotidiana en que la imaginación, y no la razón, determina la forma de obrar de un individuo. Pensemos, por ejemplo, en el cine. Hay personas que reaccionan cerrando los ojos o apartando la mirada de la pantalla ante determinadas escenas de terror, bélicas, o dramáticas. El espectador sabe que la pantalla solo muestra actores y efectos especiales, pero en ese momento está sometido a una imaginación que le conduce a creer que aquello que ve en la pantalla es real y no algo fruto de la ficción. Una de las misiones del cine, desde sus inicios hasta las actuales proyecciones en 3D, es engañar a la razón e imponer el reino de la imaginación.
No obstante, no todos los espectadores experimentan sensaciones de pánico ante una escena dramática, de terror o bélica. A la inversa, tales géneros cuentan con numerosos seguidores que saben apreciar su arte y belleza. Al parecer, estos consiguen mantener su imaginación bajo el control de la razón a pesar de que el realismo cinematográfico persiga lo contrario. ¿Por qué hay personas a quienes les resulta más fácil que a otras mantener dicho control? A quien haya vivido de cerca los efectos de la guerra o padecido una experiencia familiar traumática le resultará fácil identificarse con los actores de una película bélica o dramática y difícil mantener su imaginación sometida al control de la razón. Es decir…
la historia personal que cada cual ha vivido condiciona la forma
de reaccionar ante determinadas escenas o situaciones.
Ahora bien, no se trata de un determinismo absoluto y podemos comprobarlo, por ejemplo, en el caso de dos hermanos que han vivido los mismos avatares familiares, han sido educados por los mismos padres y han terminado desarrollando personalidades distintas. Ver caer la misma lluvia a través del cristal de la misma ventana puede despertar alegría o esperanza en uno de ellos, y pesimismo y melancolía en el otro. Hay quien sucumbe ante un determinado suceso y queda marcado por él, y quien lo supera y lo olvida. En el libro Crítica de la razón pura, uno de los pilares sobre los que se edifica la Psicología, Kant afirma que el proceso de conocimiento no se produce a partir de la mera observación de aquello que se desea conocer, como si la mente humana fuera un receptáculo virgen sin capacidad de alterar en lo más mínimo las características del objeto, sino que también está en juego la subjetividad de quien desea conocer, que consigue imponer al objeto las estructuras a partir de las cuales será capaz de conocerlo.2 Por consiguiente, podemos afirmar que…
la historia personal está determinada, no tanto por las experiencias que han acontecido a lo largo de la vida sino, fundamentalmente, por la forma de enfrentarse a ellas.
- Sobre la importancia de la imaginación en la producción de un síntoma fóbico véase, Freud. S., «Análisis de la fobia de un niño de cinco años», Obras Completas X, Amorrortu Editores, Buenos Aires 1988, pág. 102.
No obstante, no debe confundirse una fobia (o la agorafobia en particular) con los fenómenos alucinatorios o delirantes, propios de la enfermedad mental. En la fobia, la persona sabe que determinado objeto o situación son inofensivos pero no puede controlar el miedo que le despierta. Recordemos lo que dice Verónica acerca de su miedo a las cucarachas: «Ver una cucaracha es como ver al diablo». Las cucarachas le despiertan mucho temor, pero no cree que sean el diablo. Verónica es capaz de reconocer que su temor a las cucarachas no se justifica por el hecho de tratarse de un insecto peligroso, sino que debe haber alguna otra causa. Querer saber por qué se tiene tanto miedo a algo que en sí mismo no representa ninguna amenaza puede estimular la búsqueda de ayuda por parte de un psicólogo o un psicoanalista. En los fenómeno alucinatorios o delirantes, en cambio, la persona está convencida de que aquello que le despierta miedo posee verdaderamente un poder amenazante. Analicemos ambos fenómenos:
a) el fenómeno delirante se debe a un trastorno del criterio de realidad. A diferencia del miedo fóbico, en el delirio se tiene la certeza de que el objeto o situación que causa miedo representa verdaderamente una amenaza. En un delirio una persona podría decir, por ejemplo: «Sé que en esta cucaracha está encarnado el demonio; es lógico que le tema».
b) el fenómeno alucinatorio se debe a un trastorno de la percepción. En otras palabras, la persona oye o ve estímulos que en realidad no existen. Al igual que ocurre con el delirio, en la alucinación se tiene la certeza de que aquello que se percibe es auténtico. En una alucinación, la persona podría exclamar lo siguiente al contemplar una cucaracha: «Delante de mí tengo la figura del demonio, con sus abrigo negro, sus ojos rojos, su nariz afilada, etc.». Si alguien le objetara que se trata de una cucaracha, tal vez le respondería: «Se parece a una cucaracha pero en realidad es la figura del demonio». Un delirio o una alucinación pueden llegar a despertar una gran angustia en la persona que los sufre, pero al creer a ciencia cierta de que se trata de algo fruto de la realidad y no de la imaginación, difícilmente se preguntará: «¿Qué me está sucediendo?». Por este motivo, suelen ser los familiares y no la persona que sufre la enfermedad mental, quienes ven la necesidad de que consulte con un profesional.
2. Kant, I., Crítica de la razón pura, Tecnos, Madrid, 2009.
Pau Martínez Farrero, Doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista,