Etimológicamente, la palabra «agorafobia» significa miedo a los espacios abiertos pero en su sentido técnico también se emplea para hacer referencia al temor a los lugares pequeños o cerrados, o al miedo de hallarse en medio de una multitud. En la agorafobia, las características de un determinado espacio físico se convierten en una seria amenaza. Adentrarse en él puede conllevar padecer una crisis de angustia, es decir, una reacción descontrolada de angustia. Evitar dicho lugar es la forma más segura de que la crisis no se repita, pero esta radical solución limita la libertad y deteriora la autoestima.
En la agorafobia, como ocurre en todas las fobias, no se tiene miedo a un peligro real, sino a un peligro imaginado. Esta característica diferencia el «miedo» de la «fobia»: en el miedo la amenaza parte de la realidad objetiva; en la fobia, en cambio, la amenaza pertenece al reino subjetivo que recrea la imaginación. El problema de la fobia radica en la imaginación, que a su vez está condicionada por la propia historia personal. En otras palabras: la historia personal es la responsable de que un determinado ser, objeto o situación causen pánico en un individuo.
La agorafobia suele manifestarse a partir de tres circunstancias: una experiencia traumática, una crisis de angustia, o la reactivación de los miedos propios de la infancia y la adolescencia que no se resolvieron en aquel momento evolutivo. En el siguiente capítulo abordaremos la primera de estas tres situaciones: la agorafobia como consecuencia de una experiencia traumática.
Pau Martínez Farrero, Doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista,