La agorafobia de inicio en la infancia

En la historia de Carla hemos comprobado que una fobia puede generarse en la infancia o la adolescencia y continuar latente hasta la edad adulta. La agorafobia, en concreto, puede aparecer en la pubertad, cuando el niño se independiza de los adultos para desplazarse de un lugar a otro, quedarse solo en casa, etc. Se trata de situaciones nuevas que exigen que el niño tenga una cierta seguridad en sí mismo. Cuando no es así, aparecen las dificultades. Es lo que observamos en la historia de Alan.

 

Alan tiene 16 años y vive en una pequeña ciudad. Le produce pánico ver sangre u oír hablar de ella. En realidad, son muchas las cosas que le dan miedo. Por ejemplo, se angustia mucho cuando debe desplazarse solo por la ciudad sin que nadie le acompañe. Pero sus miedos no terminan ahí. Tampoco es capaz de quedarse solo en casa por temor a desmayarse y que no haya nadie que pueda socorrerle. Necesita contar con alguien que le dé seguridad. «Cuando creo que me voy a desmayar empiezo a sentir mucho calor, pierdo el control, dejo de notar las piernas y los brazos, y finalmente caigo al suelo semiinconsciente. Sé que me lo provoco yo mismo, anticipándome a que me suceda, pero no sé qué hacer para evitarlo.»

Todo empezó hace dos años, cuando tenía 14. Cada tarde entrenaba en un equipo de básquet. Un día se encontraba en el vestuario y vio que a un compañero le empezaba a sangrar la nariz. «Él cayó al suelo desmayado. Yo no sabía qué hacer, quedé paralizado. Otro amigo lo vio y avisó al entrenador. Yo no pude reaccionar, no pude hacer nada por ayudarle.» Reanimaron a aquel chico y lo acompañaron al médico. Estuvo varios días ingresado en el hospital. Al parecer, le diagnosticaron un problema vascular. Pero Alan no fue capaz de ir a visitarlo, ya que le producía pánico la sola idea de entrar en un hospital. No sabía en qué situación iba a encontrarlo y por aquel entonces ya sufría de fobia a la sangre. Además, sentía mucha vergüenza porque no le había podido ayudar cuando se desmayó y que tuvieran que ser otros quienes lo hiciesen.

Al cabo de dos semanas el compañero volvió a entrenar y Alan se encontró con él en la puerta de entrada del pabellón. Ignoraba que ya se hubiese recuperado. «Se acercó con la intención de decirme algo y empecé a sentir que me mareaba. Me senté en un banco y le expliqué que me encontraba mal. Él tuvo que entrar y yo llamé a mi madre para que me viniera a buscar. Estuve dos días sin salir de casa, acompañado de ella.»

Después, volvió a clase y a los entrenos. Una semana más tarde, mientras se hallaba solo en casa volvió a marearse y llamó a su madre para que fuera. «A partir de entonces no he podido hacer nada yo solo, ni siquiera permanecer en mi habitación con la puerta cerrada.» Dejó de entrenar y durante un tiempo necesitó que alguno de sus padres lo acompañaran a la escuela. Más adelante, aprovechando que un vecino estudiaba en el mismo instituto, iba y regresaba con él. Si alguna vez debía ir solo, se fijaba en las mujeres con las que se cruzaba para observar si tenían o no aspecto de poderle ayudar en caso de que les pidiera socorro.

«Antes de sucederme aquello, muy pocas veces había ido yo solo a la escuela en realidad. De pequeño me acompañaban mis padres y luego iba y venía con mi hermano mayor, que estudiaba en el mismo centro y compartíamos el mismo horario. Cuando yo tenía 14 años él cambió de escuela, por lo que estuve dos o tres meses yendo y viniendo solo, pero poco después ocurrió el incidente del desmayo del compañero y a partir de entonces empezaron todos mis temores.»

Su miedo a la sangre procede de cuando tenía 8 años. Un día en que estaba jugando a fútbol en el patio de la escuela, se dio un golpe en la nariz y empezó a brotarle sangre. Al verlo, se desmayó. La última vez que se desmayó fue hace dos o tres meses, al oír que una amiga le explicaba a su madre que había ido a donar sangre. Cuando se desmaya siempre es por el mismo motivo: o bien ve la sangre o bien oye hablar de ella.

 

Recapitulemos: con 14 años, Alan se quedó paralizado y sin saber qué hacer cuando un compañero se desmayó delante de él mientras conversaban. Fueron otros quienes se encargaron de ir a buscar ayuda. Tampoco fue capaz de ir a visitarlo al hospital el tiempo que estuvo ingresado. Más tarde, coincidió con él de forma inesperada en la puerta del pabellón deportivo y en el mismo instante empezó a marearse. A partir de entonces apareció la agorafobia.

Podemos pensar, por consiguiente, que aquel episodio en que se quedó paralizado ante el desmayo del compañero, marcó un antes y un después en la vida de Alan. Posiblemente, la situación lo confrontó con su dificultad para desembarazarse de los temores infantiles y asumir los riesgos y las responsabilidades que supone ser adulto. Alan siempre había ido a la escuela acompañado de algún familiar, hasta dos o tres meses antes de aquel incidente, que había empezado a ir solo. Es decir, a las pocas semanas de que Alan empezara a desplazarse solo, surgió la agorafobia. Podemos afirmar, por consiguiente, que el episodio del desmayo de su amigo a los 14 años fue simplemente el desencadenante de una agorafobia que posiblemente hacía tiempo que se estaba gestando.

A los 8 años Alan se dio un golpe en la nariz y al ver que sangraba se desmayó. Desde entonces no puede contemplar la sangre u oír hablar de ella porque teme que vuelva a sucederle. Es normal que a un niño pequeño le impresione contemplar la sangre de una herida que se ha hecho, pero desmayarse hace pensar en la dificultad de Alan para resolver con normalidad un temor propio de aquella etapa. En este sentido, la agorafobia que empezó a padecer en la pubertad y que continúa hasta el momento presente, puede interpretarse como una continuación de los miedos infantiles que Alan nunca fue, ni sigue siendo capaz de solucionar.

 

 

Pau Martínez Farrero, Doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista,

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