Fobias latentes, intermitentes o encubiertas

Hacia los 5 o 6 años, una vez que el niño ha construido los cimientos de su identidad y resuelto favorablemente los primeros miedos infantiles, es el momento de concentrarse en el aprendizaje de conocimientos y adentrarse en la etapa escolar. Pero si aquellos miedos fueron muy intensos o no pudo enfrentarse a ellos adecuadamente, continuarán existiendo y tomarán diferentes formas en función de la etapa evolutiva que se esté atravesando. Por ejemplo, a una edad determinada se tratará del miedo a los fantasmas, y más adelante, del miedo a ser secuestrado, a que los padres sufran un accidente, a que los demás niños le peguen…

También puede ocurrir que, por algún motivo, el miedo deje de manifestarse pero siga existiendo. Son los llamados «miedos latentes», es decir, miedos que no se manifiestan en el momento presente pero que pueden llegar a hacerlo más adelante. Por ejemplo, un niño a quien en la escuela le cuesta tolerar la ausencia de los padres tal vez se acostumbre a permanecer en ella gracias a que puede crear un vínculo de exclusividad con la maestra y a mantenerse distante de los demás compañeros. Se trata, en realidad, de una adaptación aparente al entorno escolar. Si en algún momento se modifican las condiciones especiales que permiten al niño soportar la separación de los padres (como, por ejemplo, un cambio repentino de profesora), sus miedos podrán aflorar de nuevo.

Efectivamente, hay fobias que aparecen en la edad adulta pero, al examinar la historia personal de la persona afectada, comprobamos que ya se manifestaron en la infancia o la adolescencia, y que durante un tiempo se mantuvieron ocultas o latentes. Esto lo podemos comprobar en la historia de Carla.

 

Carla tiene 25 años y se ruboriza mucho cuando alguien se dirige a ella. «Me ocurre desde hace aproximadamente dos años. Me comporto como si fuera una niña pequeña y siento vergüenza por ello, pero no puedo hacer nada para evitarlo.» También se ruboriza cuando está rodeada de un grupo de personas, aunque sean conocidas. «Al ponerme roja creo que todos se dan cuenta y que me convierto en el centro de atención.»

Si coincide en el comedor de la empresa con algún compañero, es capaz de conversar tranquilamente con él, pero si se sienta alguien más a la mesa, Carla empieza a ruborizarse y necesita irse aunque no haya terminado de comer. En su sección son un equipo de quince personas, que elabora componentes electrónicos alrededor de una mesa. A Carla le gusta conversar con los compañeros que tiene a su lado pero es incapaz de dirigirse al grupo. «Esta dificultad me resulta muy molesta porque me gustaría ser capaz de bromear con todos. Es un problema que me limita mucho y me aísla de los demás.»

Esto empezó a sucederle hace dos años, cuando inició su actual trabajo. «Nunca me había ocurrido nada parecido.» Era la primera o segunda semana que pasaba en él y se hallaba sentada a la mesa junto a sus compañeros. «Uno de ellos se dirigió a mí, le respondí y a continuación me preguntó si me encontraba bien porque, al parecer, me había ruborizado mucho. Yo no me había dado cuenta pero desde entonces temo que vuelva a sucederme.»

Carla no tiene dificultad para conversar con otra persona, pero le cuesta mucho hacerlo cuando se trata de un grupo. Hace unos días se encontró enferma y no pudo ir a trabajar. Al llegar por la mañana el día que se reincorporó, las compañeras que estaban en el vestuario le preguntaron cómo se encontraba. Les respondió escuetamente y sin dar mayores explicaciones se cambió de ropa y se dirigió a su lugar de trabajo. «Sé que fui grosera con ellas pero no puedo evitar comportarme de ese modo. Me da mucha rabia no poder ser espontánea y natural.»

Hace unos meses rompió la relación con el chico con quien salía. Lo conoció cuando tenía dieciséis años y se había acostumbrado a ir siempre con él. Ahora tiene la necesidad de hacer nuevos amigos y, debido a sus miedos, le resulta muy difícil conseguirlo. «Hace poco fui a la playa con unos conocidos y me sentí muy a gusto en la arena hablando con uno y con otro. El problema surgió cuando fuimos a una cafetería. Al estar reunidos alrededor de la mesa me dio mucho miedo decir nada y opté por callar. Estuve angustiada todo el tiempo, temiendo que alguien me preguntara algo o que notaran que no decía nada. Eso hace que sienta vergüenza de mí misma. ¿Qué chico se va a enamorar de mí?», se pregunta.

Cuando tenía doce años evitaba salir a la pizarra si el profesor pedía a algún voluntario. Un día que le tocaba exponer un tema, simuló encontrarse enferma para no tener que ir a clase, puesto que sentía mucha vergüenza de tener que hablar y explicarse ante todos. En la adolescencia salía con dos amigas los fines de semana pero si invitaban a alguna más, Carla ponía excusas y se quedaba en casa. Su primer trabajo fue en un taller de confección, en el que solo se encontraban la propietaria y ella. Pero hace dos años lo cerraron y empezó a trabajar en la fábrica actual.

 

Recapitulemos: Carla explica que siente mucha angustia cuando se encuentra rodeada de un grupo de personas, y evita esta situación siempre que puede. Teme hablar delante de ellos porque cuando lo hace se ruboriza y siente vergüenza. Sí puede conversar con una o dos personas a la vez, pero le resulta imposible hacerlo delante de un grupo.

El problema de Carla se denomina «fobia social», y lo padece desde hace dos años, cuando empezó a trabajar en la nueva empresa. Explica que nunca le había ocurrido. No obstante, en la niñez y en la adolescencia se produjeron algunas situaciones que muestran que esa fobia ya estaba presente en ella.

En primer lugar, recuerda que a los doce años tenía miedo de que el profesor le pidiera salir a la pizarra para explicar algo. Es bastante habitual en la adolescencia tener miedo a expresarse en público, por lo que resulta conveniente que los profesores motiven a los alumnos a hacer exposiciones orales ante la clase. Pero, según Carla, ese miedo en ella era muy intenso, hasta el extremo de simular estar enferma para no tener que ir a clase y enfrentarse a él. Por otro lado, los fines de semana únicamente salía con dos amigas y prefería quedarse en casa si se añadía alguna chica más al grupo. Es decir, se trata de situaciones que muestran que a Carla durante la adolescencia ya le intimidaba encontrarse ante un grupo.

Analizada la historia de Carla observamos que su problema de inseguridad ante los grupos y las personas desconocidas procede de la niñez y la adolescencia. Pero ¿por qué no se volvió a manifestar hasta hace dos años? A los 16 años conoció al chico que fue su novio, y poco después empezó a trabajar en un pequeño taller familiar. Se trata, por consiguiente, de un período de tiempo en el que no tuvo que enfrentarse a ninguna situación grupal que le produjera angustia o, si lo hacía, era en compañía de su pareja. Aquellos miedos que sufrió durante la infancia y la adolescencia no habían desaparecido, simplemente permanecían latentes.

Hace dos años, cuando cambió de trabajo y tuvo que vincularse a un grupo de nuevos compañeros, los miedos volvieron a manifestarse, y se agravaron al romper con su novio y verse en la necesidad de buscar amigos.

La historia de Carla también ilustra la diferencia que existe entre la «fobia social» y la «agorafobia». La fuente del temor en la «fobia social» es la situación de grupo o la relación con personas desconocidas, mientras que en la «agorafobia» el miedo se ve propiciado por las características físicas de un espacio determinado. En la fobia social, por ejemplo, no produce temor el hecho de inmiscuirse en una muchedumbre o pasear por una avenida. Se teme, en cambio, llegar a coincidir allí con un grupo de conocidos o tener que acudir a alguien para informarse sobre algo.

 

 

Pau Martínez Farrero, Doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista,

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